El 10 de diciembre de 1983, con la asunción de Raúl Alfonsín, comenzó una nueva etapa en la historia argentina. La salida de la dictadura más feroz de nuestra historia le abrió el paso a una transición democrática. Esta democracia era todavía muy frágil: estaba acechada por los levantamientos de los militares “carapintadas”, en reacción a los juicios sobre la participación de los miembros de las Fuerzas Armadas en el golpe. Si se observaban los últimos cincuenta años de historia, nuestro país había sufrido seis golpes de Estado, además de varios intentos fallidos. También, como consecuencia del terrorismo de Estado, la antes politizada población argentina miraba ahora con descrédito la participación política (pensemos en la lamentablemente mítica frase “algo habrán hecho” o la “teoría de los dos demonios”), agudizándose esto con el fin de la “primavera alfonsinista”, a partir del cierre de los juicios en 1987.
La hiperinflación hizo adelantar el cambio de gobierno entre Alfonsín y Carlos Saúl Nemen. La salida económica a esta crisis, con Domingo Cavallo en el Ministerio de Economía (presidente del Banco Central en los últimos años de la dictadura), y su “uno a uno” (un peso argentino igual a un dólar) parecieron colocar a la Argentina en el “Primer Mundo”. Mientras permanecía en la sociedad argentina esta sensación, otros temas parecían perder importancia. Se aprobó el indulto a los militares condenados en el Juicio a las Juntas, se privatizaron las empresas de servicios públicos y se profundizó el proceso de desindustrialización, dejando sin trabajo a una parte importante de la población. A pesar de todo esto, el presidente, reforma constitucional mediante, fue reelecto en 1995.
La reacción de la población podemos comenzar a notarla en el siguiente año, a partir de algunos acontecimientos. Por un lado, la multitudinaria convocatoria del 24 de marzo, en ocasión de los 20 años del golpe del ’76, y con una presencia activa de la naciente agrupación H.I.J.O.S. Por otro lado, la pueblada de Cutral-Có en la provincia de Neuquén. Este pueblo vivía casi totalmente en base a la actividad de la petrolera YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales). Cuando se vendió la empresa a capitales españoles, los trabajadores despedidos, en su mayoría de mediana edad, recibieron una compensación económica que les permitió hacer una inversión en algún emprendimiento familiar. Pero la dinámica de la población estaba rota por el desempleo y los diferentes emprendimientos iban a fracasar en casi su totalidad. Eso llevó a diferentes sectores sociales a converger en la masiva y novedosa protesta. Situaciones similares se van a vivir en las ciudades salteñas de General Mosconi y Tartagal, también de una fuerte presencia petrolera. Además de estas regiones, el sur y el oeste del conurbano bonaerense también fueron escenario de una cada vez mayor desocupación. Como ya hablamos en un artículo anterior, las “novedades” de estas protestas fueron el piquete en la ruta (resignificación del piquete en la entrada de la fábrica), el método asambleario y que fue llevada adelante, no por trabajadores en busca de algún tipo de mejoras, sino por trabajadores desocupados reclamando por trabajo digno.
El auge de estas nuevas luchas, en contra del modelo neoliberal y la globalización, se produjo en la rebelión popular del 19 y 20 de diciembre de 2001. En estas jornadas, a los sectores desocupados se les sumaron las protestas de gran parte de la clase media (sobre todo en la ciudad de Buenos Aires), que reaccionó a la medida de “corralito” financiero, impuesta por el nuevamente Ministro de Economía Cavallo, que impidió la libre disposición de los dólares depositados en los bancos.
El 19 y 20 de diciembre no significó sólo eso, sino que fue un cambio cualitativo en la etapa democrática. La multitud, aún guiada por una fuerte oposición a los políticos (el famoso canto “que se vayan todos”), participó activamente y decidió por sí misma: se desconoció el estado de sitio decretado por el presidente De la Rúa y ocupó durante casi dos días la Plaza de Mayo, enfrentándose a la represión policial. Obligó a renunciar a Cavallo y al presidente, que tuvo que abandonar la Casa Rosada en helicóptero, para evitar enfrentar la indignación popular.
El 2001 fue interpretado como una crisis de los partidos políticos o del sistema de partidos tradicional. Esto no se contradice con plantearlo además, como una maduración de la democracia argentina: el cierre de la “transición” y el comienzo de la consolidación democrática. A pesar del descenso de las luchas y la "normalización" (tanto "natural", sobre todo en la mayoría de la clase media, como a partir de la represión policial, con la Masacre de Avellaneda del 26 de junio de 2002 como momento más álgido), igualmente hay un cambio radical en esta etapa, en la cuál no sólo hay una clase política profesional, sino que también el "pueblo" hace escuchar su voz y se acerca nuevamente, después de veinticinco años, a la política.
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